En Cuba se está generando un gran debate sobre el futuro económico de la Isla. Entre los cubanos se ha hecho carne la convicción de que el actual ordenamiento económico, inspirado en el modelo soviético de planificación ultra-centralizada, se encuentra agotado. Tal como lo advirtieron Fidel y Raúl, su permanencia pone en entredicho la supervivencia misma de la revolución. Si se la quiere salvar será preciso abandonar un esquema de gestión macroeconómica que, a todas luces, ya pasó a mejor vida.
La experiencia histórica ha enseñado que la irracionalidad y el derroche de los mercados pueden reaparecer en una economía totalmente controlada por planificadores estatales, los que no están a salvo de cometer gruesos errores que producen irracionalidades y derroches que afectan al bienestar de la población. Ejemplos: en un país con un déficit habitacional tan grave como Cuba el ente estatal a cargo de las construcciones registra 8.000 albañiles y 12.000 personas dedicadas a la seguridad y a custodiar los depósitos de las empresas constructoras del estado. O que los informes oficiales del gobierno consignen que el 50 % de la superficie agrícola de la isla está sin cultivar, en un país que debe importar entre el 70 y el 80 % de los alimentos que consume. O que casi la tercera parte de la cosecha se pierda debido a problemas de coordinación entre los productores (sean éstos organismos estatales, cooperativas agrícolas o empresas de otro tipo), las empresas de almacenaje y acopio y los servicios estatales de transporte que deben llevar la cosecha hasta los grandes centros de consumo. O que actividades tales como la peluquería y los salones de belleza sean empresas estatales -¿en qué página de El Capital recomendó Marx tal cosa?- en las cuales los trabajadores reciben todos los implementos y materiales para realizar su labor y cobran un sueldo, pese a lo cual cobran a sus clientes diez veces más que el precio oficialmente establecido, fijado décadas atrás, y sin pagar un centavo de impuestos.